Sobre la mesa de la morgue yace un cuerpo lívido. Ambos doctores advierten los mismos detalles:
“Palideces cadavéricas de tonalidad rosada en lugar del rojo azulado habitual. Cutis con aspecto de carne de gallina, frecuente en cadáveres sumergidos, al igual que la acentuada retracción de pezones. Maceración cutánea, arrugamiento y blanqueamiento de la piel, especialmente en manos y pies.”
Tales datos confirman el diagnóstico: Muerte por ahogamiento. Pero, incluso a pesar de estas horribles señales, el cuerpo de la joven parece inmaculado, como si se tratara de algo que ni siquiera el grosero abrazo de la muerte pudiera corromper.
Si al menos hubieran profundizado en la autopsia... no para hallar pulmones aumentados de volumen, ni para encontrar agua en el estómago. No para asegurarse en su informe; sino para encontrar, inútilmente guarnecido tras la caja torácica, un corazón roto. Resquebrajado, como si de un órgano de cristal se tratase. Esto provocaría tal dolor al débil cuerpo de Ofelia que, causando un llanto tan inmenso, el ahogamiento se habría producido desde dentro, sin importar que su joven y desgraciado cuerpo hubiese sido descubierto flotando en el río, colgado de un árbol o tendido bajo las ruedas de un carromato.
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