Margarita acecha tras la columna de una pesadilla y, mientras el autor
dormita abrazado a un manuscrito, ella se mueve como una
serpiente vieja en su vestido tenebroso. Los frunces que la amargura ha
dibujado en su rostro sin luz tiemblan de rencor cuando, entre
renglones, vislumbra al jabalí que tiene el don de la palabra. Pero ya
no se arrastra ni evita su aliento peligroso. Ya no lo teme.
Ahora avanza sigilosa por la escena y se acerca con su antorcha
amenazante para desafiar al usurpador que, coronado de sangre, tiembla
en el lecho. El personaje, de moral deforme y de estampa aún más
monstruosa, respira la turbia frialdad de un fantasma inesperado
y, cobarde, implora; se niega a sucumbir en silencio.
Sin pudor y sin piedad, la reina se arroja sobre su presa y clava
una daga de dolor envenenado en el alma intrigante de Ricardo y,
aunque el sabor de la venganza le aviva la mirada y acelera los
latidos de su corazón abismado, la reina Margarita no consigue liberar
su desconsuelo y, despechada, parte de nuevo hacia las tinieblas .
Algo turbado, el Bardo de Avon se despierta, y rubrica con su pluma
incansable otra tragedia.
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