—La he cagado pero bien —se lamentaba el príncipe Hamlet mientras se
enjugaba la sangre de las manos en el bebedero de los caballos—. Con su
padre atravesado por mi espada, la Ofelia se ha cogido un cabreo que
para qué, ¡y ya no quiere casarse conmigo! Lo que no entiendo es qué
demonios hacía este hombre en el campo de batalla, si anoche me comentó
que no llegaría a tiempo, que tenía hora donde el galeno para ponerse un
par de sanguijuelas. Y ya ves tú, que me lo he cargado sin querer…
—Sí, uno nunca sabe dónde la tiene —contestó apático el mozo de cuadra
mientras cepillaba el lomo al corcel, como diciendo «a mí qué me
cuentas».
—¡Mi señor! —se presentó haciendo una exagerada reverencia con su
flequillo negro un emisario todo sudoroso—. Su futura promesa…
—¿Mi qué? Tú estás pensando en el torneo de caza…
—…Perdón. Su prometida, la joven Ofelia, se ha caído por un puente.
—¿Resbaló?
—No. Se tiró.
—Qué cabrona —musitó abatido Hamlet—. Ya me imagino que ahora seré yo el
personaje malo malísimo que la lió parda. Y saldré muy mal parado en
alguna novela, lo veo venir, eh.
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