El castillo, de nombre altisonante, estaba al norte de Copenhague. A
pesar del frío me dirigí hacia allí con una bicicleta alquilada. Cuando
pinché, caí sobre el duro asfalto y pensé que era hora de renunciar. El
Ferrari rojo que me recogió era conducido por un apuesto joven que,
casualidades del destino, se dirigía a Kronborg. En el trayecto me contó
que en esa fortaleza, Shakespeare imaginó su Hamlet. Me dejó en la
entrada, y se despidió con un apretón de manos y una sonrisa. Al
alejarse creí ver bajo su abrigo una calavera.
En el interior, fantaseé con el príncipe danés y con el amor a Ofelia,
entonces me percaté de que sus rasgos eran muy parecidos al de mi
guapo chófer accidental.
Al bajar a las casamatas, en el subterráneo del castillo, me dio un
vuelco el corazón, allí estaba la estatua de Holger, con los brazos
cruzados sobre su espada y con el mismo rostro que Hamlet y que el
conductor del Ferrari. Un espejismo difícil de explicar apareció ante
mí y un remolino de emociones me embargó hasta perder el sentido. Al
despertar me encontré al borde de la carretera, tendida sobre la
bicicleta averiada.
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