Los dos terratenientes, vecinos con zonas en disputa, acordaron mantener un enfrentamiento directo, antes de que sus sirvientes y familiares llegasen a la sangre.
Ambos, que sentían desafiados sus intereses y buscaban satisfacción, acordaron utilizar como campo del honor un discreto caserío, sin testigos, a resguardo de los ojos de la autoridad.
Criados de confianza montarían guardia fuera, con órdenes de no interrumpir y de acatar la voluntad del vencedor.
Al amanecer, a puerta cerrada, con gesto serio y armas idénticas, los dos hombres se colocaron frente a frente.
Uno inició el lance mediante una acometida audaz. El otro, ceño fruncido, la detuvo de inmediato. La lucha amenazaba con prolongarse, recrudecida en medio de un silencio gélido.
La igualdad entre los rivales prolongó el choque, que no tuvo un vencedor claro. Había sido un buen combate. Ahora se miraban con respeto. Nunca hubieran pensado que tenían tanto en común, para empezar, una fina inteligencia.
El apretón de manos fue algo más que un gesto. La posibilidad de superar las controversias estaba cerca.
Los acompañantes se preguntaban qué había sucedido allí dentro, hasta que uno de los criados recogió las piezas y el tablero de ajedrez.
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