La noche más larga se había cernido sobre la vetusta cama de aquella umbría habitación del viejo hospital.
Fuera, abetos decorados con luces de colores, deseos de buena voluntad, panderetas y probablemente alguna zambomba.
Ella sentada. Contemplando la cama vacía. No se atrevía a moverse. Había escuchado decir, que el alma tarda un tiempo en abandonar el cuerpo. Por eso estaba allí, velando el alma. Alargó la mano hacía el lecho vacío. Aún conservaba el calor del cuerpo ausente al que tantas veces había abrazado.
Alguien abrió la puerta, se acercó sigiloso, y poniéndole las manos en los hombros le dijo: deberías irte a casa. Está a punto de salir el sol.
Pero no quería ver la luz del amanecer. Abandonar la paz lúgubre de esa tenebrosa habitación, sería sumergirse en la oscuridad más absoluta. El aciago duelo.
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