—A veces echo de menos a mi perro.
—¿Tenías un perro?
—Hace mucho, sí.
—¿Cómo se llamaba?
—Desafío.
—¿Se murió?
—No lo sé.
—¿No lo sabes?
—No, no lo sé.
—Yo también quise uno de pequeña, ¿sabes?
—¿Ah sí?
—Sí. Y quise también comprar pájaros para dejarlos después en libertad.
—¿En serio?
—Lo hacía Leonardo Da Vinci.
—¿Leonardo Da Vinci compraba pájaros?
—Y los dejaba después en libertad.
—Vaya, qué interesante.
—Aunque antes de esto de los pájaros, quise tener un perro.
—Es que los perros son una pasada.
—Una auténtica maravilla.
—Mucho mejor que los gatos.
—Sí, Mucho mejor.
—El problema fue mi madre: nunca me dejó tener un perro.
—¿No?
—No. Me dijo que tenía que pasear a uno imaginario durante una semana y a los cuatro días me cansé.
—Vaya, lo siento.
—Ya, bueno, no importa. Tú por lo menos tuviste a Desafío.
—Sí, es verdad, pero piensa que es muy sacrificado tener perro.
—Sí, sobre todo si no lo tienes.
—Ya, imagino.
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