Limpio de la hoja de mi acero tu sangre. Lloro este lance que a ambos nos tuvo por extremo. Tú en la otra punta de mi estoque yaces yerto. Cristales en invierno son ahora tus ojos. Fue por honor que nos batimos, mas el mío, tras matarte, no siento resarcido. ¿Qué elogian todos estos engreídos que tuvimos por testigos? Hablan de mi esgrima, de mi estilo, y admiran el brío con el que a espada defiendo lo mío. ¡En la garganta os clavaría mi filo! ¿Olvidan que quien me retaba no era enemigo? Encopetados, se vanaglorian de los códigos morales que ostentan por blasón. Una vida, para ellos, vale menos que su engolada reputación, la cual defienden de palabra, obra, y nunca por omisión. Nobleza obliga, esgrimen, y te empujan a la acción. ¿Puede uno resistirse? Esa fue mi primera reacción. Pero el daño, insisten, exige pronta, inequívoca contestación. Tamaño agravio no debe quedar sin reparo, pues, a su entender, así lo exige nuestra viril constitución. Sólo las armas pueden dirimir la cuestión.
Tal duelo ya concluyó. El orgullo ha sido resarcido, queda a salvo el pundonor. Viene a continuación el otro duelo, el privado, por mi víctima… mi hermano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.