La llamada telefónica que he recibido me ha provocado una auténtica conmoción. Si acepto la propuesta no sé si me convertiré en cómplice, verdugo, asesino o en héroe de este duelo que tiene unos pocos reyes y muchos peones sobre el tablero de ajedrez.
El caso es que mi interlocutor me tiene cogido por los huevos y no me queda alternativa posible. No quiere dejar cabos sueltos y tengo que acabar con el testigo y principal implicado en el magnicidio.
Al otro lado del teléfono, aún no me lo creo, se hallaba el que fuera vicepresidente del gobierno. Me ha explicado todos y cada uno de los pasos que he de dar, a la vez que me ha repetido hasta la saciedad que tiene todo controlado, que a lo sumo me caerán dos o tres años de cárcel. Claro que si no lo hago y me denuncia puedo pasar el resto de mis días entre rejas.
Es un duelo en el que mi rival, al que no conozco, tiene que morir.
Ayer asesinaron a JFK y mañana tengo que acabar con Oswald, único acusado. Nixon me ha hecho llegar un Colt Cobra que descansa bajo mi almohada.
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