Un choque metálico rompió la quietud del prado.
Y otro, y otro más. Un golpeteo constante de aceros que hizo a Miguel volverse de golpe hacia la casa montañesa. Aida le cogió de la mano y se acercaron con cautela.
Se quedaron petrificados. En la parte de atrás del solitario caserón dos hombres enfundados en armaduras de cuero se batían en duelo. En cierto modo, la escena desprendía un dulce aroma a magia. Los contendientes parecían danzar a una vez con sus sombras, alargadas por el sol moribundo, en una especie de patio pedregoso que desprendía un brillo anaranjado, al ritmo metálico que marcaba el entrechocar de sus espadas.
Miguel miró a Aida con una media sonrisa, pero ella tenías los ojos fijos en un solo punto, los labios apretados y los músculos del cuello en tensión. Un ataúd presidía el patio, dotando de repente a la escena de un aire mortecino y helador. Una profunda estocada hendió el aire y un grito aterrador hizo que los chicos se sobresaltaran y unos cuervos volaran desde un árbol cercano.
El tipo que quedó en pie los miraba ahora a ellos. Un líquido rojo goteaba de la punta de su espada.
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