No recuerdo un duelo tan reñido. Por la celestial recompensa, ambos contendientes lanzan sus mejores ataques sin retroceder ni un ápice. Lástima que solo pueda vencer uno. El cansancio hace mella mientras rebuscan en su interior esa baza con la que dar el golpe definitivo. En un impasse que se otorgan, observo, al frente de la larga cola, a los siguientes duelistas. Mientras se miran con recelo veo, en sus caras, el miedo a no ser lo suficientemente buenos como para pasar el corte.
Al reanudarse la lucha, continúo con mi labor de juez. De pronto, el más viejo sonríe mientras las palabras escapan de su boca como un vendaval. Ha tenido que retrotraerse a cuando tenía diez años, pero aquella acción, tan altruista y bondadosa, es insuperable. La victoria es suya. Entre sollozos, el suelo se resquebraja a los pies del perdedor y las llamas del averno se lo tragan sin remisión. A continuación, abro las puertas del cielo al vencedor y mientras desaparece, tragado por la luz divina, no puedo evitar pensar que este nuevo sistema de criba, ahora que nos falta espacio, necesita un par de ajustes. Aunque qué sé yo, si solo soy el portero.
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