Su cometido en el duelo era la espera. Sentada junto a la ventana, sola en la habitación oscura y fría, ella esperaba con el pensamiento carcomido por aquellas tres palabras simples: «A primera sangre». Así lo habían decido ellos y su sacrosanto honor de caballeros. Era su vida, la de ella, la que se jugaba a la ruleta del florete entre la niebla helada de aquella madrugada; y sin embargo era su honor, el de ellos, lo que decidía por qué, cuando y como. Su parte en el duelo era la espera y la angustia de la sangre. ¿Cuanta sangre es «a primera sangre?
Apenas unas horas antes era una mujer ilusionada y viva, quizás enamorada; hasta que desde los labios de una buena amiga se derramó sobre ella el cataclismo: «Se baten en duelo, a primera sangre». Más palabras, palabras que la transformaban de mujer en «dama», que hacían de ella la culpable, «la causa».
Utilizó las armas que le estaban permitidas. La carta apresurada, la súplica y el llanto se fueron estrellando, una tras otra, contra el granito del perpetuo «las mujeres no comprenden». ¿No fue esa la «primera sangre»?
Ahora ya solo le queda la espera.
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