El niño miraba a la madre y ella a su hijo. Fuera, los tonos anaranjados del otoño habían dado paso al blanco del invierno salmantino. Solo un par de troncos y los restos de un vestido negro, que estaba retorciéndose en la hoguera, servían para que los dos no se consumieran de frío.
- Por fin se acabó el duelo- dijo la madre, lo suficientemente bajo para que no le oyese el niño.
- Mamá, ¿ya podemos ser felices?
La madre se quedó callada, sin decir nada. Se dio la vuelta y se sentó en la mesa. Los dos frente a frente, apenas a un metro y , sin embargo, tan lejos. En el plato, un poco de farinato y unas gachas secas. Entonces pensó en su marido Tomé, en el robo y en cómo la mala suerte había precipitado las cosas. Ni siquiera reparó en cómo misteriosamente había menguado el vino aguado de la frasca.
- Mamá, quiero ser como papá, quiero ser molinero.
- Venga Lázaro, no digas tonterías, que a partir de hoy vas a cuidar de un ciego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.