Su duelo comenzó en el momento en que él dejó de respirar. Nunca había entendido por qué se llamaba así a ese periodo de tiempo posterior a perder un ser querido hasta ese momento, cuando sintió que comenzaba un duro enfrentamiento en su interior.
En esos instantes en su alma la ira estaba ganando la batalla a la pena. Su tristeza por saber que ya no le vería nunca más no tenía nada que hacer contra la impotencia de no haber podido impedir su marcha pese a haber intentado negociar por todos los medios su salvación con Dios ni contra la insistente repetición de que aquello realmente no había pasado, de que era todo una mala pesadilla de la que no tardaría en despertar. Se había girado y disparado primero y más certeramente la cólera contra ese Dios insobornable que permitía la injusticia por propio capricho y contra esa realidad inmutable en la que tendría que continuar su vida ella sola le quitaba todas las fuerzas, y deseó que ese duelo lo ganase la muerte y se la llevara junto a él, para siempre. Pero nunca tuvo un duelo un final feliz.
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