miércoles, 24 de enero de 2018

189. SANGRE Y NIEVE, de Alfredo Baranda

La sangre y la nieve. Sangre derramándose sobre la nieve. Muy poético, ¿verdad?
No, no lo es, cuando es tu propia sangre la que gotea y ensucia el ampor de la nieve. No quieres morir, no hoy, no aquí; y mucho menos a manos de un petimetre de la categoría del que me ha disparado, un joven tan engreído como miedoso al que ahora observo desde el abajo de la derrota y la ignominia.
Veo su figura emborronada por... ¿por qué?, ¿por las lágrimas? ¿O es otro velo el que lo difumina y hasta se diría que lo enaltece?
Miradlo. Miradlo bien. El más grotesco de los lechuginos de palacio, el más ridículo y amanerado bailarín, el más lerdo y fatuo conversador, convirtiéndose ante mis ojos en un gigantesco y sublime héroe neoclásico mientras el abrazo de la muerte me empequeñece por momentos. Sangro y, al hacerlo, me vacío no solo del líquido vital, sino de la fama y la gloria póstuma que -estaba seguro- habrían de acompañar mi memoria como una estela espumosa. ¿Pero quién, después de este dramático y humillante suceso va a acordarse de un tal Alexander Pushkin, este minúsculo poeta derrotado?

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