En un claro de un bosque en Prusia oriental, dos oficiales del Ejército tenían una cita para dirimir sus diferencias en el campo del honor. Era una mañana gélida, las pisadas de los hombres al contar los diez pasos reglamentarios producían en la escarcha un crujido siniestro. Los testigos y el médico contenían el aliento expectantes. El oficial Hans von Manstein amartilló su arma y se puso de perfil esperando que su rival disparase primero. Miró a su oponente, que ahora le parecía estar demasiado cerca. Miró el amenazador cañón de la pistola que le apuntaba. Pensó en su vida, con todas sus efímeras alegrías e ilusiones pasadas, en su familia y en la corista a la que visitaba los jueves por la tarde. Pensó en el ridículo motivo que lo había llevado hasta allí y en cuanto quería a la gente que creía odiar. Sintió una revelación, quería gritar, contárselo a todos. Comprendió que ni las condecoraciones, ni la honra, ni el honor importaban nada. Lo único importante era vivir, estar vivo.
Aquel jueves la corista se extrañó de que su amante no acudiese a su cita. Le habrá surgido algo, pensó mientras se desmaquillaba.
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