viernes, 19 de enero de 2018

166. CENIZAS EN EL RIO, de Jose B. Santacreu

El duelo lo formaban un hombre y dos mujeres, ninguno vestido de luto. El hombre, que se identificó en el hospital como sobrino del fallecido, había sido localizado por un teléfono anotado en un papel hallado en la raída chaqueta del fallecido, y había aceptado hacerse cargo del mismo. Las dos mujeres aparecieron después en el tanatorio, sin mediar palabra.
Cuando llegó el encargado de la funeraria para la cremación, la mayor de las mujeres pidió que se abriera el féretro. El encargado miró al hombre, que dio su consentimiento mediante un ligero asentimiento de la cabeza. La mujer dejó escapar una lágrima silenciosa y dijo para sí aunque en voz alta:
– Adiós, amigo. Te vas como llegaste: sin nada, discreto y en silencio.
La mujer joven, de pie junto a la otra, solo miraba el rostro de cera del difunto.
El hombre les anunció entonces que esparciría las cenizas desde la orilla del río, sin otra ceremonia ni rezo.
– Cuide que él no sufra en todo este proceso –pidió la primera.
El hombre se preguntó con amargura por la vida de aquel padre incierto, tantos años desaparecido, en aquella lejana ciudad fluvial, fría y anónima.

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