La lluvia, la maldita lluvia resbala por mi rostro, impidiéndome ver el cuerpo del florete rival. No tengo la distancia clara. El miedo me agarrota, bloquea mi guardia, me impide avanzar.
Una risa cínica resuena en mi cabeza, una voz que recuerda cada real de a 8 que mi padre entregó a mi profesor de esgrima napolitano. La voz me transporta al pasado, a las miles de horas de estudio: Capoferro, Novati, Manciolino, Vigianni... ¿Dónde estaban ahora todos ellos? Cuando la maldita lluvia no me dejaba ver, cuando el barro enterraba mis tobillos, cuando el otro tirador no buscaba aplausos de salón por la victoria, sino sobrevivir.
Mi mano entrenada de manera mecánica actúa como si tuviera vida propia. Milagrosamente me da tiempo para oponer mi florete en cuarta, a duras penas sobrevivo, pero lo hago. Entrecerré los ojos para minimizar la molesta lluvia, a la espera de un fallo, lo tuvo. Aquel marquesito puso su florete en llano y lo golpeé con la fuerza que da querer vivir. Le desarmé, incliné la cazoleta para que la punta de mi florete encontrara en 45º el ángulo mortal del cuello del muchacho, al que seguro que también molestó aquella maldita lluvia.
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