Un día ella le anunció que le dejaba, que no quería seguir viviendo con él. Por ninguna razón en especial o por todas: porque había dejado de ser feliz a su lado. ¿Había sido un amor breve? Para él, seguro de un amor quevediano entre ellos, más allá de la muerte, sí, aquel amor de tres años había sido decididamente hamletiano.
Luego pasó el tiempo, los años. Hasta que su imagen renació en internet. Un día se le ocurrió teclear su nombre y la descubrió en una ONG, dedicada a labores humanitarias y altruistas.
Ella, que fingía ser una inocente criatura de Dios necesitada de protección, ahora ayudaba a los desheredados, entre los que él de un modo u otro se contaba. ¿Qué le había gustado de aquella mujer ojerosa de la que apenas podía rescatar ningún atractivo?
Sintió que aún la odiaba. Quizá porque perdió el agradable placer de sentirse escuchado cuando le hablaba, recostado en sus piernas. Quizá porque los amores que vinieron después fueron aún más breves. Y deseó volverla a ver para maldecirla, que era su manera de despreciarse a sí mismo por haber suprimido desde entonces toda confidencia en el regazo de cualquier otra mujer.
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