Aún no había nacido y sus padres la lloraban. Todas las expectativas, todos los sueños se desvanecían en una atmósfera de tristeza infinita . Los mejores médicos, no solo de la localidad pequeña donde habitaban , sino los más renombrados de la capital habían sido incapaces de encontrar remedio alguno.
Llegó el día acordado para provocar un parto que era trabajo inútil, esfuerzo baldío: la criatura venía muerta antes de salir a la vida.
Los brazos de la madre acunaron por unos segundos al ángel que volvía al cielo sin pisar este mundo. Dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas aún enrojecidas por el desgaste físico.
En una esquina de paritorio, el padre apoyaba su cabeza entre sus manos, incapaz de acariciar toda la ternura que se les negaba.
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