Quiso lavar el noble la afrenta a su dama y abofeteó con el guante al caballero autor de la felonía quien, seguro de vencer, aceptó el reto. Era el aristócrata un hombre mayor, de múltiples achaques, aunque ducho en el uso de las armas, pues desde joven se educó en su manejo, al provenir de una familia acostumbrada a las batallas que con los siglos derivó en divertimento. Por el contrario, el caballero retado apenas había tenido contacto con pistolas. Mas la osadía de su juventud, ajena al razonamiento, le hacía confiar en su suerte.
Quedaron citados una mañana de otoño, con el sol primerizo surgiendo por oriente, en un recóndito paraje a orillas del río, acudiendo cada uno con sus respectivos padrinos. Acordado el duelo a pistola, hasta la rendición o muerte, el juez revisó las armas, que entregó a los contendientes. Espalda contra espalda, caminaron en dirección opuesta veinte pasos.
“¿Preparados?”, se oyó. “Listos”, contestaron ellos. “¡Fuego!”. Disparó primero el viejo, que erró por un palmo. Lo mismo hizo el joven, dominado por los nervios. Al cabo de diez tiros por barba, agotados ellos y la munición, el insólito duelo quedó finiquitado con un tibio apretón de manos.
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